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"Días perfectos" (2023):soledad, naturaleza y dolor

El ahínco y la pulcritud con que Hirayama limpia unos baños públicos hasta sus últimos recovecos, puliendo incluso las partes que nadie ve al usarlos, es tal vez la tenaz penitencia que se autoinflige un adulto que trata cada día, una y otra vez, de que la sangre de viejas heridas o las culpas del pasado desaparezcan para siempre en las cloacas del universo.


Víctor H. Palacios Cruz                                       CRÍTICA / MUBI

En un capítulo de la serie Grey’s Anatomy, Karev interviene en el caso de un bebé desahuciado en su incubadora. Se desnuda el torso, toma al niño prematuro y lo mantiene pegado a su pecho sin separarse de él un instante. Transcurridas unas horas, ante el asombro general, los indicadores vitales mejoran.


Según parece, la unión piel con piel –como en la lactancia y en todo roce corporal de una madre o un padre con sus hijos– transmite señales térmicas y táctiles que tienen efectos neurológicos, cardiovasculares e inmunológicos.


A través de ese contacto, los latidos de un cuerpo vivifican a otro marcándole sus propios pasos. Como si la vecindad de una corriente de vida hiciera andar de nuevo el agua estancada. ¿Será esa fuerza oculta y constante de todo lo terrestre lo que hace que la cercanía del mar, la tierra o los árboles nos apacigüe y actúe como la respiración asistida absolutamente natural que resucita a un alma hundida?


Hacia 2005 Richard Louv habló del entonces ignorado “trastorno por déficit de contacto con la naturaleza” en su libro El último niño de los bosques. Con argumentos razonables, concluyó que esta carencia, ligada al encierro tecnológico y urbano, tenía repercusiones depresivas en la salud física y mental de las personas.


La reciente película del alemán Win Wenders, Días perfectos (2023), ambientada en Tokio y con el inolvidable trabajo actoral del japonés Koji Yakusho, parece, al menos en parte, tratar de todo ello. No solo a través de las diversas ocasiones en que su protagonista, Hirayama, contempla, por ejemplo, la vida vegetal y el curso de la luz del sol. Cuando mira hacia el cielo al salir para iniciar su jornada; cuando mira el follaje de los árboles mientras come un sándwich; cuando rescata al brote de una planta en un parque y lo suma a su pequeña colección doméstica; o cuando lee libros que se titulan Las palmeras salvajes (de William Faulkner) o Árbol (de Aya Koda).


Quizá nada transmita con mayor fuerza poética esa pauta de la naturaleza como la fricción contra el suelo de las cerdas de la escoba que empuña una madrugadora barrendera. Un sonido que actúa como la infalible y cosquilleante alarma de un reloj que despierta con puntualidad a Hirayama.


El film rezuma “naturaleza” también al presentar una escogida secuencia de instantes, entre rutinas y rituales, que van pautando la existencia repetitiva y monótona, y sin embargo inesperadamente risueña y serena, de un limpiador de baños públicos en una de esas grandes ciudades tan propicias a la invisibilidad de prófugos o ermitaños que eligen como lugar de exilio la isla de una multitud.


Conforme avanza la historia, esos instantes se abrevian o reducen, pero sin dejar jamás tanto de subrayar el paso de las horas como de permitir modestos sucesos durante su actividad laboral, escrupulosamente ejecutada, así como el cruce con otros seres que en realidad no alteran la rigurosa marcha de sus días. El cumplimiento obsesivo y exacto de unos horarios que, en su reiteración, recuerdan el trazo inexorable que sigue una planta inserta en unas leyes superiores.


Entonces descubrimos que Hirayama no efectúa ese trayecto lineal, o más bien cíclico, como consecuencia de una caída en el deshumanizado orden de lo mecánico, sino por el contrario como la sujeción desesperada a deberes y ceremonias que le proporcionan una firmeza y una regularidad que libran a su vida de sobresaltos y sorpresas, tanto como sellan su encierro en un cauce que lo aparta de algo que desconocemos (otras relaciones, otras vidas, un pasado). Al dormir, surgen en sus sueños flecos y fragmentos, luces y sombras, retazos sueltos de una figura más amplia e incompleta que incluye una mano de niño aferrada a la de un adulto.


Como el bebé al que la pulsación de otro organismo revive, Hirayama intuye que la adopción religiosa de una rutina sin hiatos ni aventuras da paz a su intimidad sacudida por una desgracia indecible, a la vez que impide su desmayo al imponerle una marcha que palpita con reposo, con esa persuasión que, a medio camino entre la inspiración budista o las lecciones de Séneca, acepta que “el ahora es ahora y la próxima vez es la próxima vez”. Tal como dice la canción que enseña a su sobrina Niko.


En ese momento parece que la película es una especie de road movie subjetiva, en que la carretera que lleva a otra parte y acerca no tanto al personaje sino al propio espectador hacia un destino, no avanza a través de espacios, sino a través de un círculo que, al dar vueltas sobre sí mismo una y otra vez, eleva o más bien adentra la mirada en las profundidades silenciosas del propio Hirayama. Este arribo no lo impulsa un gran acontecimiento o una tragedia puesta en escena, sino su alusión en las breves palabras de la hermana que le pide que visite a su padre que ahora vive en un asilo de ancianos y ha perdido la memoria. Que “ya no te tratará como antes”.


Ocurre que, en su conjunto, la trama de Días perfectos discurre sin picos ni cráteres narrativos. No hay nada espectacular ni heroico ni brutal. Sin embargo, esta revelación inesperada sobre el padre proyecta sobre la cotidianidad de Hirayama un sentido de evasión u ocultamiento que la canción de Lou Reed, “Perfect Day” (Transformer, 1972), viene a reforzar con su exquisita mezcla de ironía, hastío, letargo y melancolía. La suavidad de la existencia plana de Hirayama, reflejada en la calculada lentitud de la película, es como el acercamiento parsimonioso de una mano paterna que viene a acariciarnos y que tal vez él mismo no recibió nunca en su remota infancia.



Es, desde luego, llamativo que se dedique a limpiar unos espacios, los baños públicos, que son a la vez severamente privados y exasperantemente públicos, mientras procura sumar a cada paso un ladrillo más a la muralla de su soledad. Un hermetismo solo compensado por la sonrisa y amabilidad dirigida a otros trabajadores, de restaurantes mayormente, que no es tanto un acto de desprecio al prójimo, sino más bien la tierna y conmovedora incapacidad para implicarse en otras vidas (“otros mundos”, dice) tal como se aprecia en variados pasajes: las miradas furtivas con la mujer que come, como él, sentada a la sombra de los árboles; la estupefacción ante el beso de Aya, a quien pretende Takashi, su joven colega; o la huida pavorosa ante la visión de su sobrina adolescente a punto de quitarse la ropa; o la huida ante la escena de la mujer del restaurante abordada por otro hombre. La abstención de toda interacción personal ratificada en la despreocupación con que frecuenta otro espacio de pago adonde va para asearse y meterse en un jacuzzi, desnudo, como otros usuarios tan anónimos como él.


Hirayama apenas dice algo. Más bien, hablan por ellos cantantes a los que escucha y ama, desde el Eric Burdon de The Animals hasta Nina Simonne, pasando por Patti Smith y Van Morrison. Incluso accede a esa comunicación a ciegas que supone jugar al “tres en raya” con un desconocido que deja el mismo papel en la ranura de uno de los baños que limpia a diario.


Por cierto, otra marca de la naturaleza aparece en el simbólico encuentro de Hirayama con las tres edades de la vida: el niño pequeño reencontrado por la madre; la joven sobrina que, salida de las novelas de Herman Hesse, parece escapar de una jaula familiar aburguesada para buscarse a sí misma al lado de un tío en cuya existencia apartada ella cree ver una forma ejemplar de libertad; y, finalmente, el ocaso precipitado en el ex marido de la mujer del restaurante, al que le quedan pocos días por culpa de un cáncer.

Un color destaca en cada una de estas edades. El amarillo en el pequeño; tonalidades más bien tenues en la adolescente; y el negro completo en el hombre enfermo que acude a él atraído por el brillo de un cigarrillo, como el fuego que antaño atraía a nuestros antepasados y los acercaba para compartir sus historias en la inclemencia de la noche.


Hirayama y este último personaje juegan con sus sombras sobre el piso. Saltan sobre las siluetas de sus dos individualidades hermanadas en su evanescencia y su precariedad. Comparten unos segundos de cierta dicha inocente que remite de nuevo a la niñez.


Como algunos críticos han observado, quizá esa reconciliación con la finitud y la imperfección de lo terreno recuerde al ensayo Elogio de la sombra (1933), en que Junichiro Tanizaki deploraba el invasor estilo occidental por depurado e impecable, contrario a la antigua arquitectura japonesa que reivindica la natural maduración de la materia, la aparición de una grieta o una mancha, la relación no utilitaria con los espacios y el trato directo con la naturaleza.


Días perfectos no ignora este conflicto entre lo local y lo extranjero, pero, con una gran sabiduría, lo resuelve por medio de la música que Hirayama escucha a bordo de su vehículo. Luego de ver pantallas de televisión transmitiendo un partido de béisbol tan ajeno a los gustos del Japón ancestral, comprendemos por contraste que en las letras y el sonido de unas canciones que provienen de la cultura popular norteamericana, Hirayama experimenta la verdad de que, unos metros más abajo, todos los mortales coincidimos, nos entendemos y abrazamos.


Nada retrata tan fielmente esta reconciliación intercultural como la última pieza que escucha su protagonista, “Feeling Good” de Nina Simone. Un comienzo doliente que de pronto estalla en una apoteosis de celebración. El sufrimiento que al ser sentido a través de la música alcanza una catarsis y exclama su aceptación triunfal de la vida.


En ese punto de hondura y consonancia el rostro de Hirayama ríe y llora alternada e inseparablemente. Magia pura de una actuación que embriaga al espectador con la dulce contradicción inherente a la experiencia humana. Entonces intuimos que el ahínco y la pulcritud con que este hombre limpia los baños hasta sus últimos recovecos, puliendo incluso las partes que nadie ve al usarlos, es tal vez la tenaz penitencia que se autoinflige un adulto que trata cada día, una y otra vez, de que la sangre de viejas heridas o las culpas del pasado desaparezcan para siempre en las cloacas del universo.

[1] Fuente original de la crítica: Lluvia y el café







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