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Sobre los villanos: la fascinación por los malos

En el marco de la presentación del último número de Ventana Indiscreta, dedicado a los villanos y otras formas del mal en el cine y la televisión, el guionista y cineasta Augusto Cabada compartió unas reflexiones acerca del impacto personal de la figura del villano en su vida, así como de las amplias posibilidades que esta serie de personajes permiten explorar. Revisa los clásicos de Universal, los gangsters y las nuevas concepciones que hallamos de este tipo de seres ficcionales.


Por Augusto Cabada ESPECIALES / VILLANOS

Siempre me gustaron los villanos, desde chico. Me atraían más sus trajes oscuros, sus bigotes, sus gestos misteriosos, temibles, a menudo sazonados por cierto sentido del humor. Los héroes, en comparación, me parecían más bien predecibles y aburridos; solo Batman y el Zorro lograban despertarme algún interés, porque sus capas negras y apariciones sorpresivas “al margen de la ley” los alejaban del diseño tradicional del héroe.


Al villano le estaba permitido todo; el bueno, en cambio, solo podía moverse dentro de estrechos límites que le imponía la moral de la historia.


Nunca fui un chico malo, ni me gustaban los chicos malos de mi entorno: los matones, los abusivos, los que se burlaban de los gansos o les quitaban sus propinas en el refrigerio. Pero en la ficción, la cosa era diferente: en las historias se puede disfrutar a fondo de aquellas cosas que nos repelen en la vida diaria. En ese sentido, la maldad siempre me resultó fascinante: atractiva a pesar del rechazo y el temor, seductora justamente porque me generaba rechazo o temor.


Los primeros personajes que me encandilaron en la literatura y el cine fueron seres monstruosos. La primera novela que le pedí a mi padre que me regalara fue Frankenstein de Mary Shelley, y quedé fascinado con el retrato de ese personaje. La criatura ensamblada con restos cadavéricos era físicamente monstruosa, pero no malvada: al contrario, exhibía una humanidad conmovedora, era sensible a la belleza y se mostraba, en general, bien intencionada. Los verdaderos villanos de esa novela, los monstruos morales, eran otros: el doctor Victor Frankenstein, científico enfermo de soberbia, con complejo de Dios, y el pueblo en su conjunto, tan intolerante y prejuicioso que condenaba a la criatura a la hoguera sin contemplar su triste origen. Aunque el monstruo fuera más una víctima que un villano, el tema del mal se hacía patente en esa ficción.


Los monstruos de Universal fueron también hitos en mi infancia. Canal 4 programaba una noche a la semana, en su espacio “Cine Terror”, las grandes películas del ciclo de la productora americana: el Drácula de Todd Browning con Bela Lugosi, las películas de Frankenstein de James Whale con Boris Karloff, las cintas del Hombre Lobo, la Momia, el Hombre Invisible, etcétera. Carroña muy apetecible para mocosos voraces por el horror, la oscuridad y la imaginación desbocada.


Ya durante la adolescencia, y siempre gracias a la televisión, entré en contacto con un tipo diferente de villano, cuyo atractivo -a diferencia del de los monstruos terroríficos- pervive hasta hoy: los gangsters y los buscavidas, habitantes de un mundo más terrenal pero tanto o más sórdido. A diferencia de los monstruos de Universal, estos villanos de la Warner ofrecían una imagen más atractiva y ambigua: eran malos con carisma y un aura trágica, casi romántica, que casi los redimía en sus mortíferos finales. El Humphrey Bogart previo al estrellato y el dinámico y explosivo James Cagney fueron mis ídolos de entonces (sobre todo el segundo, mi actor favorito de toda la vida).


Estos seres brutales y marginales, hijos de la Depresión y la Prohibición, perseguían siempre fines cuestionables: el ejercicio del poder por la violencia, la venganza despiadada contra un rival o figura de la ley, el amor de una mujer esquiva o traicionera... pero, por canallas o salvajes que fueran, siempre hacían gala de un arrojo, una energía y una bravura (con excepción del Paul Muni de Caracortada, que terminaba revelándose como un cobarde), y eso los hacía muy dignos de empatía. El James Cagney de White Heat (Raoul Walsh, 1949) era un psicópata despiadado, ciertamente... pero cuando el policía infiltrado que interpretaba Edmond O’Brien fingía ser su amigo para delatarlo y entregarlo a la justicia, yo no podía sentir más que desprecio por el presunto héroe, y una inevitable simpatía por el delincuente traicionado. Tal era el carisma del gran Cagney.


El cine negro que siguió al ciclo gansteril, también descubierto en la televisión (esta vez por Canal 5), trajo una nueva y atractiva figura: la mujer fatal. Carnal, resuelta, ambiciosa, artera y mortífera... Contracara visible de la heroína del melodrama, vilipendiada por sectores feministas como encarnación de un Hollywood misógino que ve a las mujeres independientes como fuerzas malignas, viudas negras que explotan su magnetismo sexual para inducir a los hombres a la ruina moral y la muerte. Algo de eso hay en esas películas, sin duda... pero a pesar de las objeciones, no se puede negar que las mujeres que encarnaron en la pantalla grande Rita Hayworth, Barbara Stanwyck y Gene Tierney fueron figuras poderosas y subyugantes, que escaparon de la prisión doméstica y familiar para tratar de conquistar el mundo e imponer su ley, con mayor o menor éxito. Debo confesar, también, que las chicas malas y atrevidas siempre fueron, para mí y para muchos otros, de lo más tentadoras.

Villanos y antagonistas

Antiguamente, ambos términos designaban prácticamente lo mismo: el villano era una necesidad estructural de la trama, el personaje que constituía la fuerza antagónica indispensable para generar el conflicto principal. En los inicios del cine no había ambigüedades: todo héroe necesitaba enfrentarse a un malvado para que pudiera darse la lucha, el corazón de toda trama.


En tiempos posteriores, eso no es necesariamente así: un antagonista suele tener razones moralmente defendibles para oponerse al personaje protagónico, y eso lo “desvillaniza”.

En la película El Fugitivo de Andrew Davies (1993) el agente federal que interpreta Tommy Lee Jones persigue con extrema tenacidad al inocente inculpado interpretado por Harrison Ford. Cuando en un momento cumbre Jones acorrala a Ford al borde de un acantilado, este le reclama que es inocente. “No me importa”, replica Jones: para él, detener al condenado es parte su trabajo, no hay nada personal de por medio. La figura del villano resulta innecesaria (aunque el guion se esfuerza en presentar uno hacia el final, el verdadero culpable del homicidio).


Ese debilitamiento del rol tradicional de villano se manifiesta también de otras maneras. Hacia el final de Un Día de Furia de Joel Schumacher (tal vez la única película interesante de ese director, también de 1993), otro agente del orden, interpretado por Robert Duvall, acorrala al psicópata encarnado por Michael Douglas, un hombre empeñado en acabar con todos a los que él persigue como enemigos de la decencia y la justicia social. Cuando Duvall encañona a Douglas y le pide que se entregue, él replica, francamente sorprendido: “¿Qué...? ¿Yo soy el malo?” Un sujeto inconsciente de sus maldades no puede ser un villano.


A veces, la fuerza antagónica ni siquiera necesita proyectarse en una entidad externa: es una fuerza interior, en pugna por la consciencia del protagonista. El conflicto interior alimenta esa tensión durante el mayor tiempo posible, y lo resuelve hacia el final de alguna manera. En NN – Sin Identidad de Héctor Gálvez (2014), el forense que interpreta Paul Vega no sabe si entregar o no los restos de una víctima no identificada a su presunta viuda; es un dilema moral y profesional y moral que tiene lugar en su alma. El mal está presente, pero de una manera difusa, global: lo vemos en la indiferencia de la sociedad frente al cruento pasado y en la propia indolencia de las autoridades. De alguna manera, todos somos villanos.

Algo semejante podría decirse del Rudolf Höss de La Zona de Interés de Jonathan Glazer (2023), un oficial nazi que se limita a hacer su trabajo aniquilador con la mayor eficiencia burocrática, sin cuestionarse nada; solo al final sufre un revés corporal que delata su malestar ante la atrocidad.


Sería interesante hablar de las obras de algunos directores que desarrollaron en su obra alrededor de tipos muy peculiares de villanos. El caso de Hitchcock es muy estudiado, pero pienso especialmente en Orson Welles, el rey de la ambigüedad, y sus reyes condenados a la caída.


También sería interesante elaborar una galería de villanos del cine peruano. ¿No tenemos ya suficientes?


Puedes leer el último número de Ventana Indiscreta en el siguiente enlace:




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