Conocidos como tierras de ilusión, los parques de diversiones nos han hecho reír, asustar y gritar de adrenalina desde que éramos pequeños. El autor demuestra cómo estos lugares,
representados en algunas películas, multiplican su significación y su capacidad de remecernos
Por Eugenio Vidal ESPECIALES / LUGARES EN EL CINE
Un parque de diversiones es un intento artificial de modificar el espacio para producir emociones. El cine también.
El espacio suele tener nombre, siempre recibe luz y nunca deja de ser perspectiva. El espacio es cinético: la única forma de percibirlo es moviéndonos a través de él, dándole forma con nuestro recorrido productor de sentido; y el ángulo desde el que miramos se encuentra asimismo cargado de emoción: dentro, fuera, arriba y abajo pueden ser también estados anímicos. El espacio es psiquis, interior o exterior dependen de dónde estés parado, de dónde vienes y a dónde vas, de quién eres y qué sientes. El espacio es tiempo, para lo que a toda acción se refiere.
Y solo puede expresarse en su totalidad si es narrado. Requiere que se afronte su dimensión temporal. El espacio está hecho de tiempo o el tiempo transcurre en espacio. Cuando congelas el espacio en una fotografía o en cualquier pintura o viñeta, por ejemplo, lo eternizas en la medida en que abstraes esa dimensión transitoria. Cuando narras, en cambio, describes fundamentalmente el transcurrir del espacio.
La idea, como siempre al narrar, es transmitir atmósferas y perspectivas, pues son los códigos mediante los que el espacio es percibido. De la narración oral y escrita a la audiovisual, el aumento de la información resulta exponencial, de manera que las posibilidades de reorganizar las piezas de los códigos también se multiplican. Y nace el escenario cinético, es decir, el espacio adjetivado que constituye un sistema narrativamente equivalente a la percepción sensorial o imaginativa.
Todo esto gracias al montaje cinematográfico. Pues, a diferencia del teatro, el cine puede prácticamente seleccionar cualquier fragmento de espacio-tiempo que desee y disponerlo en relación con otros cualesquiera, siempre y cuando como resultado final alcance esta equivalencia que lo dote de verosimilitud.
La adjetivación es condición para narrar el espacio. En el acto de contarlo, se lo adjetiva, funciona bajo las reglas que su propia representación constituye. Por eso, una abstracción
espacial como los parques de diversiones sirve como punto de partida para analizar distintos mecanismos de adjetivación.
Extraños en un tren
En la secuencia del parque de diversiones de Extraños en un tren (1951), las atracciones se inician en segundo plano visual, mas no sonoro. Se nos advierte claramente su presencia. Hitchcock se vale de una transformación gradual del espacio para construir su efecto; por eso necesita las atracciones manifiestas, pero detrás, para que salten al frente en el momento en que la persecución estalla. Pues el espacio se transforma con la misma violencia del disparo que desboca el carrusel donde acaban de meterse Guy y Bruno, perseguidos por la policía. Las atracciones ya no son un fondo, sino el torbellino en el que se desarrolla la acción. Cuando el carrusel gana protagonismo, se torna ominoso, un lugar de caos y desastre, donde la gente grita y un niño por poco y muere. El punto culminante de esta idea es el fragmento en primer plano de uno de los caballos de madera, como si relinchara, como si fuera el rostro vivo de ese remolino de destrucción.
Así como el violento movimiento circular de la atracción mecánica en la película de Hitchcock constituye el eje emocional en torno al cual se construyen los planos que lo conforman, cualquier atracción en un parque de diversiones determina su efecto por la alteración de la percepción del espacio que ofrece. The Centrifuge Brain Project (2011) plantea esta idea imaginando atracciones imposibles, que presenta a modo de documental. El mockumentary muestra a un científico que explica el proyecto de parques de diversiones descomunales cuyas posibilidades cinéticas contribuyan al desarrollo cognitivo humano. Podría leerse, entonces, la siguiente metáfora: el cine, al representar, como un parque de diversiones, construye un espacio en movimiento emocional. Ambos tienen en común ser construcciones artificiales de la percepción cinética del espacio.
La incertidumbre del espejo
Pero ¿qué más puede ocurrir cuando superpones ambas dimensiones de construcción? Es decir, cuando narras un espacio cinematográfico cuya abstracción parte del concepto de un espacio alterado, como, digamos, un laberinto de espejos. En tal caso específico, la adjetivación del espacio queda definida por esta condición: ninguna posibilidad será solo una.
La frase de Chaplin “la vida es un drama en primer plano, pero una comedia en plano general” resuena para su caso y el de Orson Welles. La dama de Shanghai (1947) y El circo (1928) cuentan con sendas secuencias de laberintos de espejos, la primera construida con primeros planos, la segunda con un plano general. Ambos se regodean en esta posibilidad de pluralidad. Welles, desde su barroquismo, mientras que el vagabundo creado por Chaplin escapa graciosamente dos veces de sus perseguidores, pues solamente en el plano general se puede apreciar la treta y la posterior huida, que posibilita la confusión de los reflejos. La secuencia funciona tan fluidamente porque acción, perspectiva y espacio se encuentran esencialmente relacionados. Las condiciones de ese espacio, narrado desde esa perspectiva, vuelven inevitable el gag, se torna consecuencia de la situación de ese escenario. Una vez en el laberinto, todos somos muchos y ninguno sabe quién. Un contexto ideal tanto para huir como para matar.
Welles divide su secuencia en momentos emocionales particulares, casi congelados, casi eternizados, y reconfigura en cada uno la lógica del primer plano. Construye primeros planos repetidos prismáticamente, de multiplicación perspectiva tipo cubista, o incluso simultáneos, logrando así el legendario peso dramático de su escena. Argumentalmente, esta es el momento cúspide, el encuentro de muerte, pero sólo en un laberinto de espejos podría Arthur Bannister decirle a Elsa Bannister, mirándose ambos a los ojos y ambos mirando a los ojos al espectador: “Matarte a ti es como matarme a mí mismo”.
Sin embargo, el laberinto de espejos en Welles es el final de un túnel que se inicia con Michael O’Hara despertando en la casa de la locura del parque de diversiones abandonado, donde lo ha escondido Elsa Bannister. O’Hara comienza un monólogo diciendo que al despertar creyó haber enloquecido, hasta que se dio cuenta de dónde se hallaba. Continúa avanzando y monologando, sacando conclusiones sobre su situación, en un escenario onírico que no se asemeja sino a su propia mente reflexionando y buscando un camino, al punto de que cuando se da cuenta de haber ‘caído’ en la trampa de Elsa, al momento de mencionarlo en el monólogo, el hecho literalmente ocurre y cae por una escotilla, que lo lleva a través de un tobogán gigante a la trampa de Elsa, el laberinto de espejos donde ella lo espera encañonándolo.
Si en la secuencia del carrusel de Hitchcock la narración del espacio se da como el de una bestia que asalta desde el acecho, y si del movimiento circular del carrusel desbocado deriva todo efecto emocional, en Welles espacio y psiquis se tornan reflejos. Desde el recorrido inicial de O’Hara por los pasajes de la casa de la locura hasta la escena de sucesivos primeros planos del laberinto de espejos, nada hay fuera de los personajes. La secuencia del laberinto resulta sintomática: el encuadre, cuando no está ocupado por entero por un solo personaje, lo está por su imagen multiplicada o por la de otro; lo demás es sombra.
[1]Texto originalmente publicado en la edición número 14 de Ventana Indiscreta (segundo semestre del 2015): https://revistas.ulima.edu.pe/index.php/Ventana_indiscreta/article/view/557/527
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