Un acercamiento a los tres primeros episodios de esta nueva entrada en la franquicia de Star Wars. La serie muestra el regreso de Ewan McGregor como el titular maestro Jedi.
Por Giancarlo Cappello CRÍTICAS / DISNEY+
Son tiempos oscuros. Darth Vader ha desplegado a sus Inquisidores para cazar a los Jedi sobrevivientes y en Tatooine, fiel al compromiso de velar por el joven Luke Skywalker, el maestro Obi-Wan Kenobi (Ewan McGregor) se confunde entre los pobladores como un cualquiera. Han pasado diez años desde que creyó derrotar a Anakin (Hayden Christensen) en las lavas de Mustafar, la meditación no consigue acercarlo a su maestro Qui-Gon y todo rastro del guerrero que fue yace sepultado en las arenas del desierto. “No soy el mismo que recuerdan”, dice a los Organa cuando acuden a él pidiendo ayuda. “No hay nadie en quien confiemos más”, insiste el señor de Alderaan. Y si, de pronto, el corazón chisporrotea como una pastillita efervescente es porque estalla la certeza de estar en un predio conocido, como en el patio de la casa de infancia.
Obi-Wan Kenobi, la nueva serie de Disney+, alarga la saga de Star Wars volviendo al pasado para completar una de las elipsis más acariciadas: los años del viejo maestro exiliado en Tatooine. Un fragmento resistido y caliente tras la experiencia de Han Solo: Una historia de Star Wars (Solo: A Star Wars Story, 2018), que narraba los inicios del piloto del Halcón Milenario. Se han estrenado ya tres de los seis episodios y el resultado combina varias luces y algunas sombras. Tener a Ewan McGregor en la piel de Kenobi y a Hayden Christensen en el traje de Vader suma, pero su mayor triunfo es que destila Star Wars, pues ha logrado cauterizar la brecha entre la trilogía original y la segunda haciendo que se perciban, al fin, como un continuum y no como aventuras desiguales y distantes. Abrir con una recapitulación de las entregas I, II y III para empaparnos otra vez de la masacre en el templo Jedi ha funcionado como un mazazo que deja claro que una cosa no puede existir sin la otra. Obi-Wan ha redimido el contencioso.
Estamos otra vez en la galaxia muy, muy lejana, así, con letras azules. La primera parte es un repaso de viejos conocidos: Luke tiene diez años y vive bajo el celoso cuidado de su tío Owen Lars (estupendo Joel Edgerton), el Imperio domina incluso el borde externo de la galaxia, los Jedi han ido cayendo uno a uno bajo la estrategia del Gran Inquisidor (Rupert Friend): la paciencia. Obi-Wan es casi un obrero de la primera revolución industrial, trabaja para ganar lo necesario en un deshuesadero que aprovecha la carne de una manta neebray muerta en las arenas. Los mejores momentos giran alrededor de su tormenta interior: no ha superado la tragedia de su mentoría con Anakin. Por eso, cuando acepta que debe rescatar a la pequeña Leia (Vivien Lyra Blair) y lo vemos desenterrar los sables láser, uno ajusta los dientes: no será fácil.
A diferencia de The Mandalorian (2019-presente) y El libro de Boba Fett (The book of Boba Fett, 2021-presente), correctamente moldeadas por la formalidad del género y el formato corto, la serie de Kenobi va más allá en el despliegue visual y hasta se permite un tono más íntimo. Acierta con la construcción de Daiyu, un nuevo planeta que suma texturas al universo Star Wars, una suerte de Hong Kong cuyo mayor atractivo es la fauna que lo habita: yonkis, vendedores de drogas de vapor, estafadores, cazarrecompensas y sobrevivientes desesperados. En esas calles se confirma la gravedad y los estragos de la guerra. Y el entorno no puede ser mejor para que pasado y presente confluyan en el encuentro conmovedor con un clon veterano, barbado e indigente (interpretado por el mismo Temuera Morrison), ante el que Obi-Wan no puede evitar verse reflejado.
Las peripecias del héroe lucen el mejor sello de la franquicia, con planos icónicos y más de un momento destacable. Deborah Chow filma con pulso de cine e hilvana el vértigo con la concentración. Es una aventura en toda regla: un hombre recibe el llamado a la misión, duda, pero acaba abrazando su destino. Funciona para advenedizos e iniciados. Hace guiños, conecta y rima con eventos muy conocidos para disfrute de muchos, pero también les otorga otra luz, insuflándoles pliegues de complejidad que quieren construir un relato más maduro.
Sirven como ejemplos la conversación entre Obi-Wan y la pequeña en el capítulo 3. El falso relato a los soldados permite entender que Leia no es solo una niña avispada, sino que en buena cuenta ha perdido la inocencia, es muy consciente de quién es, de las cosas que le faltan, de lo que son las mentiras y de lo que todo eso implica, al tiempo que obtenemos pistas de los afectos del maestro Jedi, que cree recordar que tenía un hermano. O la escena de la recepción en Alderaan, donde queda sentado que la relación con el Imperio va más allá del maniqueísmo entre buenos y malos, dominadores y dominados. “Después del desastre de la República, el Imperio al fin llena algunos bolsillos”, comenta el primo de Bail Organa. “Hay muchos problemas que deben resolverse”. “No, no. No vine a acabar con la esclavitud, Bail. Vine a disfrutar de tu comida”.
Junto a esto hay que decir que la serie también es pródiga en momentos extraños, algunos torpes y otros bastante convenientes. La persecución de una niña de 10 años se ve como una carrera de atrapadas entre Tom y Jerry, la simplísima forma en que Reva (Moses Ingram), la Tercera Hermana, se deshace del Gran Inquisidor parece filmada por cumplir, la conveniente oportunidad con que aparecen algunos personajes (¿no fue forzado que Reva se encontrara con el falso Jedi justo para obtener la información sin la cual la historia no hubiese avanzado?, ¿cómo llegó antes que Leia al final del túnel?, ¿qué la llevó a interesarse por la sala de mantenimiento para encontrar la ruta de escape?) o la inexplicable inacción ante situaciones menores de personajes que han demostrado ser capaces y poderosos (Reva sin poder detener el carguero donde escapan los fugitivos a Mapuzo o Darth Vader impotente ante una columna de fuego que no le permite avanzar hasta un herido Obi-Wan que es rescatado por un droide bastante lento). Hay situaciones donde se estira demasiado el pacto con el espectador, donde el buen nervio cede al facilismo o el recurso efectista.
Avanzada ya la mitad de temporada, el plato de fondo está servido: hemos asistido al encontronazo entre Vader y Obi-Wan y está claro que no será el único. Ha sido estremecedor ver al padawan torturando a su maestro contra el fuego, brutal la angustia y vulnerabilidad del viejo Jedi. Sin embargo, más allá de Vader y los Inquisidores la gran amenaza que pende sobre Obi-Wan Kenobi es la nostalgia y la consistencia narrativa. El fantasma del canon hará que ande hasta el final por el filo de una cornisa (si el Gran Inquisidor está muerto, ¿cómo participará de eventos que cronológicamente ocurren luego en Star Wars Rebels (2014-2018)? ¿cómo leer desde ahora algunos pasajes de Una nueva esperanza (A new hope, 1977) y El Imperio contraataca (The Empire strikes back, 1980) acerca del pasado entre discípulo y maestro?). Nada mejor que una elipsis para azuzar la imaginación y el interés, pero mientras mayor es la expectativa, mayores son los riesgos que se corren. De momento, las virtudes opacan los dislates. Que la Fuerza siga de nuestro lado.
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