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"No Other Land" (2024): destrucción del hogar y la memoria

El documental ganador del Óscar retrata la miseria y el horror que vivieron por años los habitantes de Masafer Yatta en Cisjordania y su resistencia hasta su retirada. Muestra también el lazo que se forma entre un activista palestino y un reportero israelí.


Por Gustavo Vegas Aguinaga                                          CRÍTICA / VIDEO ON DEMAND

“No Other Land" (2024). Fuente: Diego Mallo / The New Yorker
“No Other Land" (2024). Fuente: Diego Mallo / The New Yorker

Desde las primeras imágenes que muestra el protagonista Basel Adra vemos cómo su vida ha estado siempre de la mano con la violencia, la ocupación israelí y la documentación de ello. Así como sus primeros recuerdos son de manifestaciones y activismo, el documental por momentos se detiene en pequeños niños y niñas: estas infancias estarán marcadas también por sangre y polvo. En fin, luego de la breve introducción, Adra nos coloca en el verano del 2019 y con maestría enfoca en el horizonte las camionetas, tanquetas y bulldozers israelíes, que si bien cumple con documentar el hecho, también propone una figura interesante: aquello que nos espera son las máquinas, la violencia, la destrucción.


Las imágenes de No Other Land, capturadas en su mayoría por el mismo Adra y la israelí Rachel Szor, como en el ejemplo citado, no sólo dan forma al retrato documental de la vida en Masafer Yatta y el progresivo borrado absoluto de sus comunidades, sino que también logran darle hondura y fuerza al relato. Vemos una niña que no entiende que su padre ha quedado postrado por un disparo de los militares y se refugia en las faldas de su abuela, así como otros pequeños que juegan en los columpios y parques, sin ser del todo conscientes de la amenaza latente que los acecha. Estos juegos infantiles más tarde serían también notificados con el papeleo de demolición.


El documental establece bien su postura esperanzadora a través de las palabras de Adra y sus conversaciones con el periodista israelí Yuval Abraham. Adra enfatiza en la paciencia y resistencia a la vez que representa las décadas que el pueblo palestino ha aguantado las invasiones. Mientras los bulldozers derrumban casas, baños, negocios, escuelas y más, los pobladores reconstruyen de a pocos lo arrasado. Pictóricamente hablando, la película se vuelve cada vez más del color de la tierra, el polvo, la arena, los edificios traídos abajo. Se oscurece a medida que la gente muere, las casas caen, Masafer Yatta se reduce y la gente empieza a irse. Su localidad ya no es reconocida por los mapas. En pocas palabras, ya no existen, por lo cual los invasores encuentran justificado su accionar.


"No Other Land" (2024). Fuente: Jacob Burns Film Center
"No Other Land" (2024). Fuente: Jacob Burns Film Center

En múltiples ocasiones vemos a los soldados (y a otros colonos, siempre con los rostros cubiertos) no dar explicaciones. Se rigen por su propia ley, por su misión de desaparecer a esos pobladores y bajo su lógica: si nadie vela por esas víctimas, no hay límite en la destrucción. Luego de más de 20 años de abusos, arrestos y ejecuciones, la justicia parcializada determinó que debían irse. Adra le pregunta a un colono por qué hacen eso, por qué le quitan sus tierras a gente pacífica que solo busca sobrevivir, y este sube la ventana de su carro; es decir, prefiere no ver ni oír los reclamos honestos de las víctimas, decide ignorar que es parte de un borrado sistemático y cruel de una población. El colono que sube su ventana para no ver a Basel Adra es también la comunidad internacional que se hace de “la vista gorda” ante estos abusos.


Del mismo modo, y escapándome brevemente de la película como tal, el silencio ante el secuestro de Hamdan Ballal, uno de los directores, es solo una muestra de cómo se decide ignorar la destrucción que enfrenta el pueblo palestino. Hace semanas estuvo en Hollywood recibiendo un Óscar y aún así fue raptado. De regreso a la cinta, ese borrado del mapa de una comunidad propiciada por colonos lo podemos ver también en Bacurau (2019) de Kleber Mendonça Filho, solo que allí se trataba de una ficción y no un documental. Acá Masafer Yatta y todos sus habitantes buscan sobrevivir, vencer a esa fuerza maligna que busca borrarlos del mapa y de la historia. La memoria, como empieza diciendo Adra, es importante a medida que la de ellos es una lucha que se les inculca desde muy pequeños.


El horizonte del principio por momentos lo vemos lejano, en otros aparece con los niños jugando, en los demás presenta nuevamente a soldados y colonos, a gente indefensa frente a tanques y ametralladoras, a pobladores en una marcha pacífica por defender sus tierras. En una de estas protestas los soldados abren fuego y la cámara logra captar otra figura importante: el cielo gris y los globos negros que se escapan. La alegría se va. No hay tiempo para el regocijo. Si bien vemos momentos bellos donde los habitantes de la comunidad son capaces de compartir, reírse, despreocuparse, la gran parte del tiempo viven en la miseria.


Se hace hincapié también en esta idea de memoria no sólo a partir de las familias y el legado, sino también al registro audiovisual de lo que pasa en Palestina. Filmar, denunciar, exponer. Allí reside también el valor del documental. Lejos de sus formas fílmicas, su potencial como evidencia del despojo y destierro al que son sometidas multitudes, un pueblo que se rehúsa a perder su hogar y su memoria, su historia, y, aunque finalmente la película acaba en un tono triste pues Adra y sus vecinos deben huir, queda una pequeña esperanza. Vemos otro horizonte: todo es completamente negro, pero hay una delgada luz.



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