A propósito de la partida de Desiderio Blanco hace unos días, publicamos esta entrevista realizada en nuestro número 4, en el año 2010. Conversamos en aquella oportunidad sobre su participación como crítico en el nacimiento y desarrollo de la revista Hablemos de Cine, sus estudios sobre la semiótica del cine, entre otros temas.
e Isaac León Frías ENTREVISTAS / IN MEMORIAM
¿Cómo comienza tu relación con el cine?
Mi afición por el cine no empezó al ver películas, como ya he dicho tantas veces. Yo estaba en el convento agustino de Valladolid, empezando los estudios de teología y después del noviciado. Un buen día, dos compañeros del último año, uno de ellos de vocación tardía –ya cuarentón– y químico de profesión, con inquietudes artísticas y literarias, me rodearon un buen día y me dijeron que en el año 1954 se celebraba el decimosexto centenario del nacimiento de San Agustín, razón por la cual me dijeron que sería muy oportuno hacer una película para conmemorar ese acontecimiento, y me propusieron a mí hacerla. E insistieron en que yo la tenía que hacer. Les dije que apenas había visto tres películas en mi vida y que no sabía nada de cine.
¿Aquellas películas las viste en el seminario?
No había cine allí. Tampoco había visto cine en mi pueblo natal. Eran los años cuarenta, tiempos en los que la guerra había generado efectos nocivos y no había ni luz eléctrica. Les respondí que cómo podía hacer cine si no sabía casi nada de él, y que además prefería el teatro. Yo estaba todavía apegado al mundo de lo literario. Entonces uno de ellos me dijo: “No importa, yo tengo unos libros, míralos, los lees y después nos dices si te atreves o no”. ¡Y qué libros eran!: el Tratado de la realización cinematográfica de Kulechov, El sentido del cine de Eisenstein, Argumento y montaje: Bases de un filme de Pudovkin, y uno de un tal Emilio Gómez, sobre cómo hacer un guion.
En esos libros descubrí un lenguaje nuevo, un tratamiento, un valor, una función, un ritmo en las imágenes en movimiento, que me deslumbró. Todo el primer año de teología me la pasé imaginando una pantalla, pensando en cómo se vería su imagen. Hice un guion técnico que por ahí lo tengo todavía, sobre la juventud y la conversión de San Agustín. Ese guión no se plasmó en imágenes, no pasó nada con él, pero sí pasó algo en mí. Me empezó a interesar el cine y así se inició mi cinefilia. Yo era famoso entre los estudiantes por eso. Una vez incluso el padre superior, que cuidaba a los teólogos, me llevó a ver El hombre quieto de John Ford para evaluar la posibilidad de que la vieran los estudiantes de teología, todos ellos mayores de edad, por supuesto. Y no le pareció conveniente que la vieran. Principalmente, donde empecé a ver cine, fue en Lima.
¿En qué año llegas a Lima?
Eso ocurrió en el año 1956. Leí en el periódico que se proyectaría y discutiría en el Centro de Orientación Cinematográfica (COC), organismo del episcopado peruano, una película: El prisionero de Peter Glenville. Después de la proyección, levanté la mano para intervenir y decir que no solamente importaba el tema de la persecución, sino cómo estaba representada. El arte en general no reside en el “qué” sino en el “cómo”: la manera cómo estaba hecha la escena, en la que podían ver al pobre cardenal subiendo la escalera y en un picado vertical, desde arriba. Todo el mundo me miraba preguntándose “¿quién es éste?”.
Por aquellos tiempos me nombraron asesor del COC, y así se iniciaron contactos con los cineclubes, cineforos, así como debates sobre películas en los colegios, como el Champagnat. Eso ocurrió en el año 1957.
¿Asististe a las proyecciones de la censura?
A algunas, no muchas porque se desarrollaban a horas en que yo no podía asistir, por mis obligaciones en el colegio San Agustín.
Una de ellas fue La dolce vita, en el año 1961.
Querían ponerle una calificación muy negativa. No era para tanto, había que verla de otra manera. Sobre eso, me hicieron una entrevista para el suplemento El Dominical, del diario El Comercio. Defendí la película, que en su tiempo era muy escandalosa. Ahora, uno la ve y parece una santa película.
El punto es que empecé a ver más cine. Junto con Chacho León, Fico de Cárdenas, Juan Bullita y algún otro. Íbamos de Breña a San Isidro y de San Isidro al Porvenir, a la caza de películas que no habíamos visto y a veces para verlas otra vez.
En los primeros años de la década del setenta, seguías buena parte de los estrenos de importancia, como La infancia de Iván, o también Rocco y sus hermanos, Hiroshima, mi amor, Sin aliento, El acorazado Potemkin…
Logramos, a través de una embajada, ver en Lima El acorazado Potemkin en un curso de cine que realizamos con Rafaela García y Paco Pinilla.
Hay un momento importante en el que esa perspectiva tuya, más tradicional en el sentido de tu acercamiento al lenguaje cinematográfico, se modifica, por las lecturas de André Bazin y Cahiers du Cinéma, hacia 1963.
Claro, fui entrando a aquella idea de la “transparencia” de las imágenes, y después me orienté hacia el estructuralismo. Pero hasta ahora, la cinefilia, esa pulsión por ver cine, me sigue, aunque voy poco a las salas, no me gusta ir solo. Se me escapan los estrenos, pero los veo después en cable o DVD. Todos los días veo alguna película por esos medios, y básicamente cine clásico.
Tu caso es distinto a otros, en los que la cinefilia es muy solitaria.
A mí me gusta conversar sobre cine, compartirlo, discutirlo. Y eso tiene que ver con mi inclinación por la docencia.
Una cinefilia activa, asociada a un interés por transmitirlo, a través de la docencia. André Bazin, un gran maestro, tenía esa postura de compartir y transmitir el cine.
Esa idea de compartir fue lo que a mí y a otros más jóvenes, que ya he nombrado, nos interesó para dar vida a Hablemos de Cine.
Entonces, hasta el momento que aparece la revista no habías hecho crítica.
Solo hice un texto sobre Viaje a Italia de Roberto Rossellini. Me inicio en la crítica con Hablemos de Cine. Además, empiezo a escribir en la revista Oiga, en el año 1968. Mis críticas salían todas las semanas y se hacían cada vez más especializadas, lo que en algún momento fue demasiado para el lector promedio de aquella publicación.
¿Cómo definirías tu etapa de Hablemos de Cine en relación con tu cinefilia y tu método y trabajo críticos?
En un primer momento, estuve atento al lenguaje cinematográfico como fenómeno visual y expresivo. Tuve una segunda etapa, más “baziniana”, con la idea de la imagen como espejo de la realidad, como transparencia. En los setenta empiezan mis escarceos con el estructuralismo. En 1974 viajé a París y después de un año volví a Lima, con toda mi recarga estructural y semiótica. La crítica, en comparación, la sentía más ligera y muy repetitiva. Quería fundamentar más mis apreciaciones sobre las películas y no podía hacerlo en pocas páginas. En Hablemos de Cine hice un texto, de mayor aliento, sobre Escenas de la vida conyugal de Bergman. Pero no tuvo acogida.
¿Cómo inicias esos escarceos con el estructuralismo?
A partir de la aparición de una publicación de la editorial Nueva Visión sobre semiótica y literatura, en la que publican el estudio conjunto de Jakobson y de Lévi- Strauss sobre Los gatos de Baudelaire; un análisis en el que no hay nada de biografía o de historia, que no decía qué le ocurrió al poeta, con quién se casó o qué le gustaba comer. Nada de esas tonterías, era un estudio desde el centro del poema, inmanente, que abordaba así su sentido, sus rasgos y sus operaciones de significación. Mi proyecto de doctorado era una tesis sobre El ángel exterminador de Buñuel, que no pude hacer finalmente porque no disponía de la película y ni había un proyector siquiera en la Escuela de Altos Estudios de la Sorbona. Así que tuve que cambiar de película, y comencé a trabajar sobre Nazarín.
El seminario de Metz fue muy teórico, más bien semiológico, orientado hacia la gramática del cine. Concurrí también a los de Greimas, Verón y Kristeva. Los aproveché todo lo que pude. Además de ver bastante cine en la cinemateca francesa y en salas de arte y ensayo.
La metodología de Greimas, por el contrario, era muy sistemática, muy rigurosa, de lógica semántica, y con ella puedes dar cuenta de muchas cosas en tu objeto de análisis. Claro que con el mismo modelo dos analistas pueden llegar a conclusiones distintas, porque cada uno ve relaciones diferentes. La cuestión es fundamentar el análisis desde el interior del fenómeno que se estudia, desde su inmanencia. El sentido de una película, por ejemplo, nace de su interior, no del autor. No se puede hacer caso de lo que diga el autor sobre su obra. Si hiciéramos caso de lo que dice de su creación, no podríamos hacer ningún análisis. Eco dice que cuando el autor termina su obra, lo mejor que le puede pasar es morirse, para que no lo molesten y le pregunten qué quiso decir. Ahí nace otra dirección en mi aproximación al cine, y por eso casi nunca hice alusión a otras obras de un mismo autor en mis críticas de Hablemos de Cine y Oiga.
De hecho, André Bazin nunca fue partidario de la política de autor. Él no respaldó mucho al grupo joven que levantó la bandera del autor. A ti te interesa el análisis de la película de forma independiente.
Siempre puse de ejemplo la crítica tradicional del arte y la literatura, que daba vueltas alrededor de la obra, hablando de circunstancias sociales, pero que de la obra como tal no decía nada. Hacían como los israelitas alrededor de Jericó, daban vueltas a la ciudad tocando las trompetas y no entraban nunca a ella.
Metz podía desarrollar un seminario sobre la gramática del cine, sin analizar una sola película. ¿No te parece que eso es un acercamiento más bien improductivo?
Es como estudiar la gramática tradicional, no te lleva a analizar obras, solo te conduce a conocer un lenguaje y su funcionamiento. Es una base inicial y luego viene la aplicación al lenguaje en funcionamiento, en actividad.
Pero cuando hablas del lenguaje, hablas de reglas. En el cine eso no funciona de la misma manera –el mismo Metz lo dice–. Una película siempre es la actualización de reglas no escritas.
El lenguaje es más laxo. Lo importante es el enunciado, y eso lo entendían muy bien Metz y cualquiera que lo haya seguido. Es distinto.
Ya, pero ese es un paso –creo que tú mismo lo has dicho– que Metz no llegó a dar.
Greimas, a diferencia, contempla cómo funciona cualquier lenguaje en el discurso y los efectos de sentido que produce, eso es lo importante.
¿Tú crees que esa experiencia parisina de alguna manera mató una forma de cinefilia en ti, que consistía en recorrer cines? ¿Te quitó un tipo de goce?
Para mí la cinefilia no está en lo global, sino en los pequeños detalles de una película que te llenan de satisfacción. Puedo estar viendo una película que no es del todo lograda, pero puede tener una secuencia fantástica.
¿Crees que hay en todo caso, en tu pase al terreno de la semiótica, un cambio en el goce? La semiótica, implica, a diferencia de la crítica, un mayor detenimiento en el análisis de una película, y estudiar hasta sus elementos mínimos.
Las películas sobre las cuales he realizado ensayos, las habré visto treinta veces. Hacer ese trabajo ahora es más fácil con lo que ofrecen las nuevas tecnologías. Por ello, detenerse en el detalle, en lo mínimo, eso es lo más importante y da gusto.
¿No crees que hay un deslizamiento del goce, y que en muchos textos semióticos lo que se siente es el goce cerebral, esa especie de satisfacción de estar aplicando un método de forma rigurosa, y que lo que dice podría aplicarse también al análisis de un lapicero o una grabadora?
Pero lo aplico al cine, ahí sigue la pulsión del gusto.
Pero el cine tiene una especificidad. La puesta en escena, los espacios, las tensiones del encuadre, son características de filmes que no están contemplados en muchos textos semióticos. Lo que se ve en un análisis semiótico es una suma de diagramas, de tensiones, de flujos, pero que tienen una naturaleza temática y que están concebidos desde el guion. Muchas veces, aquello que hace la sustancia de una película es la dirección del actor, las miradas, la composición del encuadre, las distancias entre un personaje y otro. Eso es lo que no está.
También está, depende de hasta dónde llegue el análisis. A partir del análisis semiótico de un cuento de tres páginas, Greimas hizo un libro de 300 páginas; en ese caso a todo nivel. El problema es el tiempo y el espacio que le dedicas. Pero a ese grado, de puesta en escena, de color, de espacios y de tensiones entre estos elementos, sí hay trabajos semióticos, como por ejemplo el análisis que hice de Muerte en Venecia para el libro Semiótica del texto fílmico. Ahí trabajé el asunto del zoom. La puesta en escena es finalmente la que le da cuerpo al filme.
Esta conversión tuya hacia la semiótica, no es una cosa fija. Cuando dices que aplicas determinados acercamientos semióticos al análisis de las películas, encontramos una evolución a través de esa multiplicidad de perspectivas.
Hay que tener en cuenta que la semiótica de los años sesenta ha evolucionado notablemente, se ha enriquecido bastante, no ha perdido lo que ganó; pero la narratividad de los años sesenta y setenta no era todo; no solo hay narratividad en un filme o una novela, hay también la tensividad: lo sensible, lo que afecta al cuerpo que siente. Y eso lo trata la semiótica tensiva, esa orientación de la semiótica fenomenológica que está abriendo campos al mundo de las pasiones, de los sentimientos, de la afectividad. Todo eso está encarnado en la imagen y por tanto te afecta; pues todo pasa por el cuerpo, este es el intermediario entre el mundo exterior y el mundo interior. La cuestión es cómo se trabaja y qué habilidad tienes; porque el método depende de cómo se aplique, no es rígido.
Puede terminar de leer la entrevista en la edición número 4 de Ventana Indiscreta (segundo semestre del 2010).