El segundo largometraje de la directora argentina Clarisa Navas es parte de la competencia de ficción del Festival de Cine de Lima. Retrata una historia de exploración y despertar sexual.
Por Marcelo Paredes CRÍTICAS / FESTIVAL DE CINE DE LIMA
Las Mil Y Una sigue las idas y venidas de Iris en un barrio pobre. En sus casi dos horas de metraje, la protagonista recorre monoblocks que conforman un territorio hostil. Solo puede encontrar confort y seguridad en pequeños rincones. Ella estará acompañada por sus primos y después por Renata, quien será la responsable de sacudir su pequeño mundo.
La cámara en mano se mueve siempre a la par con los personajes. Los observa por delante y detrás, en varios encuadres durativos. Las conversaciones en medio de largas caminatas dotan a la película de una sensación de cotidianidad que refuerza el vínculo entre los personajes.
Un tema importante en toda la cinta es la exploración, sobre todo de índole sexual. La idea del amor libre es sorprendentemente retratada, entre paredes sucias y pintarrajeadas, con miles de ojos observando. En ese ambiente, es natural que alguien tímida como Iris sienta vergüenza de expresar sus sentimientos a Renata. A pesar de que existen espacios de mayor liberación, no deja de estar atada a los prejuicios que viven alrededor
Es sobre todo el cuerpo lo que expresa ese recorrido adolescente, en una frontera entre el interior y el exterior, entre la luz de la calle y las tenues sombras de los dormitorios, entre la iluminación nocturna de los postes y las penumbras de una construcción deshabitada: cuerpos que bailan imponentes, que se besan y acarician con ansioso erotismo, que se exaltan en desinhibidos planos de detalle, ante una cámara que se mimetiza con el temblor de lo corporal.
Las Mil y Una nos cuenta un relato plagado de pequeños e intensos destellos de luz. Uno en el que los chicos de la “era del smartphone” gozan de un placer que rompe con las ataduras, pero que es aplacado por las sombrías amenazas del mundo que los rodea.
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