Tanto Crowrã como Historias de Shipibos, que compiten en el Festival de Cine de Lima, giran alrededor de la selva. Ambas películas tienen personajes que oscilan entre dicho espacio y la ciudad. Así, transitan en una frontera que resulta conflictiva.
Por José Carlos Cabrejo FESTIVALES / FESTIVAL DE CINE DE LIMA
En el caso de Crowrã, los realizadores João Salaviza y Renée Nader Messora tratan el tema de la selva y su enfrentamiento con el exterior. Es un tema que de un modo u otro ya han tratado, pero que en este caso es decepcionante con respecto a un atractivo título suyo, El canto de la selva (Chuva é Cantoria na Aldeia dos Mortos, 2018). Si hay algo que Crowrã no tiene es la capacidad de sugerencia. Asume una posición política, pero de forma acentuada, gruesa, chillona, didáctica, no yendo más allá de diálogos que concentran una narrativa de víctimas y victimarios. Su perspectiva cinematográfica del conflicto carece de cualquier complejidad. Tiene el afán explícito de buscar por parte de cualquier festival una insignia por buena conducta.
Sin embargo, la película tiene grandes momentos, sobre todo aquellos en los que resuena la influencia mítica del cine de Apichatpong Weerasethakul. Su mirada nocturna de los personajes y su vínculo mágico con los árboles y los animales, o del desdoblamiento, tiene como referente a El tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas (2010). Lo mejor de Crowrã es ese cromatismo azul que armoniza con la aparición de los guacamayos, en escenas en que lo verbal desaparece y logra un gran poder sensorial. Lamentablemente, esos momentos son escasos.
Por su parte, y a diferencia, Historias de Shipibos, la última película del realizador peruano Omar Forero (Chicama), es un largometraje que se toma más riesgos, a pesar de su menor presupuesto. Con un protagonista que forma parte de la tribu Shipibo, el largometraje juega de forma directa o indirecta con elementos transversales tanto a géneros cinematográficos como al cine de autor contemporáneo que se sumerge en lo rural.
En un inicio, podemos decir que la película es un coming of age. Es un Boyhood en clave selvática pero comprimido en casi dos horas. La transición de la niñez a la adultez del personaje principal es trabajada con un humor que no tiene pudor en traslucir expresiones culturales que pueden ser calificadas como machistas. Forero prefiere el retrato cristalino, hasta cálido, de los equívocos humanos en lugar del juicio moral. Dichas expresiones alcanzan una comicidad popular, hasta circense, que recuerda a los cómicos ambulantes peruanos, pero también al Fellini de La strada (1954).
Aquel filme del cineasta de Rímini, en una frontera más cerca del neorrealismo italiano que del mundo ensoñado de su filmografía posterior, también nos conduce a reflexionar sobre la manera en que Forero plasma las calles, como si se tratara de un registro verídico, más allá de que Historias de Shipibos esté inicialmente ambientada en una década distante del siglo XX. Hay una auténtica preocupación por el tiempo en esta cinta, tanto por el proceso de madurez del personaje central, como por la cosmovisión Shipibo, los carteles, las elipsis y la voz en off radial que puede estar comentando tanto un gol de Cubillas como de Lapadula.
En su último tramo, la película muestra, como en Crowrã, el fantasma de Apichatpong Weerasethakul. Ello se aprecia tanto en sus visiones oníricas de animales que hablan, como de alguna mujer que asciende desde el agua. Historias de Shipibos se aproxima con cariño y espontaneidad, a veces hasta con desparpajo camp, a la vida de su personaje principal: a sus peripecias y a los temores que anidan en su subconsciente.
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