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"El brutalista" (2024): el destino y el viaje

La película de Brady Corbet se hizo con tres galardones en los recientes Premios Óscar. Con más de 3 horas y 30 minutos de duración, El Brutalista sabe sostener bien las propuestas que edifica y no solo toca el tema de la inmigración (con claros ecos en la actualidad), sino también del propio quehacer cinematográfico.



Por Gustavo Vegas Aguinaga                                          CRÍTICA / CARTELERA COMERCIAL

“El brutalista” (2024). Fuente: Architectural Digest
“El brutalista” (2024). Fuente: Architectural Digest

Una de las primeras imágenes que vemos es la de Zsófia (Raffey Cassidy) sola en una habitación con la intimidad de la cámara. En off, oímos a unos soldados nazis amenazarla. Lo que sucedió allí, permanecerá secreto aunque tengamos varias teorías. Luego, en un plano secuencia vemos la ya famosa imagen de la estatua de la libertad inversa que, se sabe, elabora un logrado contraste. Me recuerda, sin embargo, a ese plano secuencia en Goodfellas (Martin Scorsese ,1990) que representa también la idea del “sueño americano” y cómo el protagonista es un hombre logrado: está con su novia, deja dinero por todos lados y todos los caminos se le abren. A László Tóth (admirable Adrien Brody) no le queda ni una moneda, está solo y sale desde abajo -literalmente- para ver ese sueño deshecho.


El brutalista (The Brutalist) de Brady Corbet  propone una lectura interesante de esta idea. No es algo nuevo, claro está (recordemos ese flashback del pequeño Vito Corleone en El Padrino II de 1974 cuando llega a Nueva York), pero resulta interesante el retrato de un sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial que busca rehacer su vida en ese falso paraíso. No queda duda que Corbet emplea este escenario de hace décadas para medir las pulsaciones de una actualidad cruel con los migrantes y enamorada de una idea errónea de éxito capitalista. La película aborda de manera efectiva la odisea de László, migrante y artista, mientras reflexiona sobre sí misma. En ambos casos concluye que la Tierra Prometida (sea Estados Unidos o la industria hollywoodense) no existe.


En tanto la primera (odisea migrante), vemos al arquitecto judío húngaro Tóth tener trabajos de cualquier índole con tal de tener un techo y un pan, así como es rechazado por su primo, un judío asimilado. Aún falta bastante para reencontrarse con su esposa y de plano no hay ningún ensalzamiento de aquel país. No tiene de otra simplemente. Ante la dura realidad encuentra refugio en las drogas y aunque intentó también hacerlo en las mujeres, no pudo. La escena con las prostitutas da pistas de su estado emocional, la erección fallida refleja cómo el Holocausto y sus secuelas le han arrebatado su masculinidad y, por ende, lo han despojado de cualquier rastro de identidad: allá era László Toth, el arquitecto, acá no es nadie.


Así, debe intentar también asimilarse. Estados Unidos, el país que nace, como bien dice su nombre, de la pluralidad de comunidades, culturas y pueblos (después de una limpieza étnica, claro) ya no acepta a otras. La nación hecha de migrantes ya no le da la bienvenida a otros migrantes. Esto se exhibe, por ejemplo, en una discusión que tienen László y Erzsébet (fenomenal Felicity Jones) en su carro: simplemente no los quieren ahí. Ya es una lectura añadida que estos migrantes luego se vuelven contra otros. Así como László termina por construir una suerte de campo de concentración tras haber vivido esta realidad, hay minorías que se vuelven contra otras, o contra ellas mismas. Consideremos, por ejemplo, a la coalición “Latinos for Trump”. Hay bueyes que se colocan el yugo voluntariamente.


Esta comparación cobra sentido a medida que se reconoce a la población inmigrante como la que, figurativamente, jala los arados de Estados Unidos (recordemos las amenazas de muchos de los trabajadores en empresas productoras de alimentos de abandonar sus puestos ante las medidas de Trump). El brutalista, en esta línea, coloca a los migrantes como quienes sientan las bases del país así como el arquitecto Tóth y sus constructores empiezan a edificar su gran obra. Claro está que todo esto responde a los intereses capitalistas del millonario empresario Van Buren (excelente Guy Pearce). La familia de este, aunque sin esposa, se dibuja como el modelo norteamericano blanco, cristiano, exitoso, capitalista. A partir de estos es que vemos a la familia húngara como los “otros”. La escena donde Van Buren le tira una moneda a Tóth hace énfasis en ello: pueden sentarse en la misma mesa (habitar el mismo país), pero nunca serán iguales. Allí reside su otredad. La película enfatiza la idea del abuso que comete Estados Unidos sobre los migrantes, aunque por momentos lo hace muy obvio o explícito, como la escena del mármol italiano.

"El brutalista" (2024). Fuente: Focus Features
"El brutalista" (2024). Fuente: Focus Features

Es a partir de la llegada de Erzsébet que la película toma otro ritmo y se adecúa a ella: va más lento, es más reposada. Corbet se concentra en la otra odisea (la del artista) y la pone en escena: László interpreta al cineasta y Van Buren al productor. Uno es la mano de obra artística que necesita el dinero del otro para hacer uso de sus habilidades creativas. El productor impone sus ideas dado su poder económico y su control sobre el artista. Lo que para László es el gran proyecto arquitectónico que puede revivir su carrera (y que al mismo tiempo lo destruye como hombre), para Corbet es la película misma. Ambas son obras de gran envergadura y ambición que estarán sujetas al juicio del resto. “Ya anticipé la retórica comunal de ira y miedo”, le advierte Tóth a Van Buren, y es un pequeño guiño de Corbet hacia todos los malabares mentales que se han elaborado a partir de su película.


Dos cosas. De más está decir, en primer lugar, que este monólogo (“las cosas se explican por sí mismas”) está dedicado a quienes intentan descifrar todos los códigos “ocultos” en la cinta o quienes hacen de su visionado un enfrentamiento. También va hacia quienes le exigen a una película todas las explicaciones en bandeja, como si no se tratara de la oportunidad de analizarla y ahí establecer el diálogo. Esto me lleva a la segunda idea: el supuesto sionismo de El brutalista. Puede tratarse de una lectura válida, pero, creo yo, superficial. El mismo Tóth le asegura a su sobrina Zsófia que la idea del viaje a Israel no sólo es desperdiciar todo lo que han conseguido hasta ahora, sino que no cambiará nada, pues no son recibidos en ningún lugar. Como dije líneas arriba, ese paraíso no existe, ni siquiera en una tierra que reclaman como suya.


La mención de la idea sionista no significa, claro, (¡obvio, pues!) el apoyo a la misma. Es más, Corbet se encarga de otorgarle a Zsófia, quien viajó y se estableció en Israel, el discurso cínico y sinvergüenza del final. Ella asegura que “no interesa lo que te digan, importa más el destino que el viaje”; es decir, el fin justifica los medios; es decir, para ella, el genocidio que sufrieron justifica el que están perpetrando. Zsófia, que no había hablado en toda la película, habla ahora en representación de László y recupera la voz quitándosela a otro, así como muchos judíos en la actualidad recuperan sus tierras quitándoselas a otros. Corbet es crítico con esta idea. Que importe más el destino que el viaje significa ignorar el Holocausto, el éxodo judío y la discriminación. En pocas palabras, olvidar su pasado. Y como esa frase bastante reproducida en la actualidad, “quien olvida su historia está condenado a repetirla”. No hay mayor ejemplo para eso hoy en día que la situación en Palestina.


Volvamos al inicio tanto de la película como de este texto. Una de las primeras imágenes que vemos es la de Zsófia sola en una habitación con la intimidad de la cámara y reconoce su trágico destino como joven judía. Ahora, en otro primer plano suyo, con todas las cámaras y flashes de la exposición de arquitectura, es capaz de dar el discurso ya mencionado. Este monólogo acaba con una música festiva, por si no es claro que Corbet expone una hipocresía total y un cinismo irrisorio. No hubo fiesta en ese pasado silencioso de Zsófia, como nos recuerda el fundido encadenado que nos lleva hacia atrás. ¿Qué fiesta hay ahora? Zsófia no ha olvidado su pasado, pero finge hacerlo en pro de la idea que busca vender.


De más está decir que el ese descaro final es también un ejemplo de la manipulación de narrativas, pues László aseguraba que su arte hablaba por sí solo y ahora Zsófia busca explicarlo y encontrarle significados ocultos. Ella usa el trabajo y sacrificio de otros judíos para sacar provecho de sus propios intereses y no se vuelve mejor que Van Buren, quien en su personificación del sistema y el status quo, demuestra cómo el capitalismo cosecha sus frutos a partir de la explotación de multitudes. Vimos el destino, pero ese fundido del final es un recordatorio de que, a pesar de lo que te digan, sí importa el viaje.



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