Con motivo de su reciente fallecimiento, recordamos por qué El Exorcista de William Friedkin es y sigue siendo una de las películas de terror más importantes de la historia del cine.
Por Gabriel Quispe Medina CRÍTICAS / CARTELERA COMERCIAL
Próxima a cumplir cuatro décadas de su estreno, ¿por qué sigue vigente El exorcista (The Exorcist) de William Friedkin como uno de los hitos del cine de horror de todos los tiempos? Debe ser por el modo de recrear la presencia demoniaca, progresiva, subrepticia, ubicándola en un ambiente citadino, urbano, en el ámbito familiar de Chris MacNeil, una famosa actriz acostumbrada a una vida cómoda y glamourizada. Y especialmente, en el cuerpo de una inocente niña, presa de los designios de un ente intrusivo y desquiciante.
Es una figura que dialoga con dos filmes cercanos en el tiempo, como punto intermedio de una tendencia que los cultores del género del cine y la literatura fueron trazando y que Hollywood acogió por su impacto dramático y audiovisual: El bebé de Rosemary (1968) de Roman Polanski, y La profecía (1976) de Richard Donner. Es decir, la exacerbación del espanto por el contraste entre el carácter maligno y la apariencia inocua y sofisticada que la acoge. Para Polanski, la candorosa maternidad de una juvenil Mia Farrow y el recién nacido –que curiosamente también desciende de un actor– fueron el objeto de interés y el fruto de una conspiración diabólica. A su turno, Donner convirtió al hijo de un diplomático en encarnación del mal y peligro letal para su entorno.
En cambio, Friedkin, que adapta la novela homónima de William Peter Blatty, en medio de la caída de la vieja censura que reinó durante décadas en el cine norteamericano, en el fondo estuvo a mitad de camino pero se permitió notorias audacias: la púber Regan (Linda Blair), con sus doce años inminentemente menstruales, es un receptáculo involuntario que se contorsiona, agita su espacio más íntimo, expulsa fluidos densos, pastosos, coloridos, y ataca a quienes pretenden intervenir sus entrañas y liberarla del yugo satánico, purificarla, devolverla a la doncellez.
Mientras afuera la vida continúa impasible, surge ahí un enfrentamiento de connotaciones westernianas entre el lado oscuro y los interlocutores de la divinidad, primero con el sacerdote que se asemeja al hombre promedio y luego con la eminencia de semblante bergmaniano que interpreta Max Von Sydow. En el trayecto queda la fragilidad de las fuerzas humanas, la ineficacia de la ciencia, la incredulidad del sentido común.
Friedkin maneja una puesta en escena enclaustrante, llena de penumbra, en la que extrae el máximo provecho de la locación principal, donde los crucifijos y las lecturas hacen las veces de cargados revólveres, los rincones del dormitorio y los bordes de la cama se asemejan a las quebradas o ventanas de algún pueblo perdido, y los pasillos, la escalera y el primer piso funcionan como base de operaciones y plaza de descanso de los combatientes que enarbolan la fe y entregan la vida. En suma, un viaje de descomposición física que avanza en precisas dosis de extrema acrobacia, y que al fin y al cabo resulta principalmente un avieso aprendizaje para la impotente madre que personifica Ellen Burstyn.
Texto originalmente publicado en la edición número 06 de Ventana Indiscreta (segundo semestre del 2011)
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