El reciente estreno de Leos Carax, protagonizado por Adam Driver y Marion Cotillard, logró el Premio a Mejor Dirección en el Festival de Cine de Cannes 2021.
Por Rodrigo Bedoya Forno CRÍTICAS / CARTELERA COMERCIAL
Annette, de Leos Carax, parte de una historia de amor: la relación entre Henry McHenry (Adam Driver) y Ann Defrasnoux (Marion Cotillard). Él es un comediante de stand-up, conocido por su humor políticamente incorrecto. Ella es una cantante de ópera cuya carrera está a punto del despegue. El enamoramiento no importa: la película va de frente al momento de la relación, una que se basará en el amor y en la turbulencia, en el cariño y en los celos profesionales, en los momentos de relajo y en ese viaje en altamar que cambiará la vida de todos los involucrados en la película.
Lo que plantea Carax es contarnos esta historia de amor a partir de lo musical, pero, sobre todo, de lo operístico: todos los momentos que viven los protagonistas de la película se basan en el canto intenso de las canciones de la banda Sparks, en las expresiones desatadas, en la exaltación de cada una de las situaciones, ya sean cotidianas o puntos de quiebre en la vida de los protagonistas. El inicio de la película nos marca el camino: los propios personajes nos cantan, mirando la pantalla, anunciándonos el espectáculo que veremos, pidiéndonos permiso para comenzar con un “So, may we start?”
Y es así que el sexo, las pequeñas expresiones de cariño, el éxito profesional, los celos y la maternidad (con la aparición de Annette, la hija de la pareja, que es una marioneta), el crimen y la muerte nos son presentados a partir de un canto vigoroso, desmedido, que potencia las emociones y al mismo tiempo refuerza el costado artificial de la propuesta. Carax nos mete en un vendaval de emociones e imágenes que tienen un costado contradictorio: por un lado, la intensidad de lo narrado es tal que es complicado no sentirse tocado, de una u otra forma, por lo que viven los personajes; por otro, el director busca todo el tiempo que seamos conscientes que lo que estamos viendo es una puesta en escena, una representación, algo que solo puede ocurrir en una pantalla.
Annette es, pues, una película que usa su propia artificialidad como herramienta, que iguala lo íntimo y lo intenso en su juego de representación operística. Esta doble dimensión de la película nos permite acercarnos a otras capas que quiere tocar el director, y que resuenan de manera poderosa en la película.
En una dirección, tenemos la mirada sobre la corrección política, el humor y el mundo del espectáculo. Henry hace de la provocación su mayor arma, su mecanismo de conexión con su público. Uno que, sin embargo, se siente cada vez más sensible a sus chistes, y más potencialmente ofendido. Es notable el momento en el que, de pronto, el artista es increpado por su público: el espectáculo ya no pasa por lo que puede ofrecer Henry como comedia, sino a través de cómo el público comienza a manifestarse en contra del comediante al que fueron a ver. La cancelación se ha vuelto el show.
Y, en otra dirección, están los miedos de Ann de que su esposo termine en problemas por haberse comportado inadecuadamente con otras mujeres. El sueño del personaje sobre las mujeres que denuncian las actitudes pasadas de Henry se convierte en la representación de un miedo común del showbussiness en tiempos del “Me too”: la posibilidad de que actitudes inaceptables del pasado surjan de un día para otro.
Y, en medio de la historia, aparece Annette, la hija de la pareja, que es una marioneta no solo en su forma, sino también en la actitud que tomará su padre con ella: la niña no tendrá la oportunidad de elegir un camino propio, sino que será metida de lleno al torbellino del mundo del showbiz, casi como si estuviera destinada a ello. Que sea una marioneta no hace la metáfora muy sutil, pero queda claro que la película no se anda con sutilezas en ningún momento.
Pero quizá lo que más le interese a Carax es contar la tragedia de un hombre, de mostrarnos el ascenso y caída de un personaje poco simpático, con el cual es muy difícil de empatizar. Todas y cada una de las acciones del personaje que interpreta Driver tienen un costado provocador, irracional, como si todo lo que dijera o hiciera estuviera calculado para crear un efecto en el que lo ve o lo escucha. McHenry es un personaje que todo el tiempo parece portar una máscara, como quizá lo hacen todos los que están metidos en el negocio del espectáculo. Y poco a poco, lo que vemos, es cómo esa máscara comienza a comerse a la persona real, si es que desde el inicio de la película no lo hizo ya.
Lo que nos toca contemplar, entonces, es su descenso al infierno. Uno que se va haciendo cada vez más violento y profundo, y del cual no hay redención posible, porque ésta se encuentra atada directamente a la libertad de Annette, y a la posibilidad de que deje de ser una marioneta. El notable final de la película, intenso y amargo, es quizá el único momento donde las caretas caen y vemos la frágil humanidad de padre e hija. El camino ha sido largo para llegar a ello. Y es en ese momento donde la dimensión de la tragedia cala hondo.
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