La primera película en aimara, dirigida por Oscar Catacora, es considerada la mejor película peruana de esta década en nuestra encuesta.
Por José Antonio Mazzotti CRÍTICAS / VIDEO ON DEMAND
Fuente: El País
Wiñaypacha, opera prima del joven cineasta puneño Óscar Catacora, sin duda marca un nuevo hito en el desarrollo del cine peruano. Se trata de una muestra de cómo hacer un filme potenciando escasos recursos técnicos mediante un guion diseñado a la medida de la profundidad del mensaje que se intenta transmitir, sin perder la conciencia estética que exige toda obra de arte.
La utilización de recursos elementales, con apenas dos actores inexpertos (los ancianos Rosa Nina como Phaxsi, o Luna, y Vicente Catacora como Willka, o Sol, diestramente dirigidos), conecta a Wiñaypacha con el espíritu del Nuevo Cine Latinoamericano (NCLA) de los años 1950 y 60. Parte de esa conexión reside en su preocupación por el mundo de los marginados y en su apuesta política implícita por el cambio social. Sin embargo, hay también grandes diferencias, aparte de las confesas influencias de Yasujiro Ozu, Akira Kurosawa y John Ford, sin recurrir a planos complicados ni movimientos de cámara abruptos.
Fuente: CNN
Si tomamos como premisa que, en el Perú, una variante del NCLA –esa heterogénea ola cinematográfica de dimensiones continentales– tuvo su expresión con el primer cine indigenista profesional, el de la Escuela del Cuzco y el largometraje Kukuli (1961), el primero en quechua en la pantalla grande, Wiñaypacha parecería entroncarse fácilmente en esa tradición. Pero, nuevamente, los guiños hacia Kukuli, si bien admitidos por el propio Catacora, son menores y hasta cierto punto divergentes de la visión del Ande ofrecida en la película fundacional de Luis Figueroa, Eulogio Nishiyama y César Villanueva.
Por un lado, Wiñaypacha es la primera película peruana dialogada enteramente en aimara. Eso le otorga un rango de autenticidad que, como veremos, no se agota ahí. Pero por otro lado, es una película que acusa una lúcida mirada y por lo mismo una crítica a los efectos de la globalización, pues en su trama aparentemente simple ya aparecen elementos claros del deterioro que sufre la población andina por efecto de los procesos migratorios y el abandono del campo. Los ancianos Willka y Phaxsi esperan infructuosamente a su hijo Antuco, que ha partido a la ciudad hace años y no da noticias ni señales de regreso alguno.
Literalmente, “wiñaypacha” es “mundo o universo eterno”, aunque se suele traducir al castellano con el sustantivo abstracto de “eternidad”. Hay una ligera diferencia entre ambas versiones. La traducción literal apunta al carácter concreto del mundo de los personajes, con un valor implícitamente positivo (el de la perdurabilidad del paisaje, con sus ríos, sus campos, sus Apus, sus animales, pero también la cultura que prolongan los personajes con sus creencias y rituales). La traducción acomodada al significado de “eternidad”, a secas, pierde ese carácter concreto.
Fuente: Ochoymedio
Filmada a los pies del nevado Allincapac, que alcanza los 5,780 msnm, en el norte de Puno, Wiñaypacha hace evidente su predilección por dar protagonismo al mundo natural al mantener estáticos los 96 recuadros que componen el filme. Deja así que los escasos movimientos de los protagonistas y sus animales (o “sus hijos”, como los llama Phaxsi en un momento) sean el hilo conductor de una trama que depende del contexto visual y sonoro mayor.
No son sólo los sonidos diegéticos (viento, granizo, lluvia, fuego) los que priman (la música que aparece en sólo dos ocasiones es parte de las mismas canciones que interpretan los protagonistas); sino que en cada recuadro prevalece un color con sus variantes: rojos, marrones y ocres para las escenas interiores; verde, gris, blanco o azul para las exteriores. En ese sentido, el conjunto de los 96 recuadros es una enorme composición que combina en su interior los colores propios de cada contexto, como un gran lienzo en secuencia temporal. Sólo hay dos escenas donde ese orden se subvierte y son justamente las escenas que precipitan el caos y el descenso vital de los protagonistas: el incendio de la casa y la masacre de los animales por una jauría de zorros.
A este sentido artístico, de gran inteligencia plástica unida al desarrollo de la trama (“los colores deben estar en armonía, como nosotros”, dice Willka), hay que añadir la presencia de un bagaje cultural propiamente andino para ubicar la acción en el calendario. La trama se inicia el día del santo Romerito con una danza entre Phaxsi y Willka, al compás de la quena de este. Si bien la película no lo cita, la evocación del santo Romerito remite al refrán popular "Romerito santo, romerito bueno, aleja lo malo y acerca lo bueno". Se trata de una plegaria por mejores tiempos, sin duda para contravenir el sueño o presagio que Phaxsi ha tenido la noche anterior: ella vio a su hijo correr desnudo y caer a un río. Esta imagen no debe pasar inadvertida. ¿Cómo murió el hijo? ¿Por qué desnudo? ¿Por qué en un río? ¿Hay aquí una alusión velada a los desaparecidos de la violencia política de los años 80? ¿O es que Antuco es sólo una víctima más de la degradación de la vida en la sociedad urbana neoliberal que vino después y hasta hoy rige en el Perú?
Por otro lado, Phaxis recuerda que el hijo le dijo un día que le daba vergüenza hablar aimara. Es otra señal de los tiempos, en que la “colonialidad del poder” (el célebre concepto acuñado por Aníbal Quijano) ha llegado hasta los últimos rincones del territorio peruano, incluso aquellos más claramente abandonados, prolongando la discriminación cultural impuesta en el Perú desde el siglo XVI. Los ancianos viven solos, sin comunidad (son verdaderos waqcha o pobres/huérfanos), que pierden hasta a sus hijos putativos, su pequeño ganado, debido a que Willka no logra llegar al lejano pueblo para comprar fósforos.
Fuente: BBC
Poco antes, en la celebración del pachakuti, van al cerro sagrado a inaugurar el nuevo año, rindiendo culto al dios Sol con un ritual de hojas de coca, invocando también a la Pachamama y a los Apus, a quienes piden fertilidad en el campo y los animales y que su hijo vuelva para el nuevo año. Sin embargo, ante la insistencia de Phaxsi (“saca un presagio”, le dice a su esposo) Willka lee una desgracia a través de las hojas de coca (otro guiño a Kukuli).
A partir de entonces las tragedias se suceden, culminando con el sacrificio del único animal que les quedaba, la llama, para alimentar a un enfermo Willka, la muerte de este (con la consiguiente caída de la apachecta) y la partida de Phaxsi hacia un destino incierto, posiblemente la muerte.
Ninguno de los elementos naturales invocados (la lluvia, el viento) logra ayudarlos, y los ancianos desembocan en un final que produce una efectiva conmoción en el espectador. Así como ellos desaparecen, se intuye la desaparición de la portentosa naturaleza, el “mundo eterno” aludido en el título. El Sol y la Luna se ocultan. Se extingue toda una cosmovisión, como en un apocalipsis condensado.
Wiñaypacha en su etapa de proyecto mereció un premio en el Concurso de Proyectos de Largometraje Exclusivo para las Regiones del País-DAFO 2013, lo que le permitió a Catacora continuar con la producción. Un proyecto de este tipo no podría hacerse sin el apoyo de diversas instituciones. El resultado ha obtenido elogios unánimes. Muchos críticos han destacado algunos de sus logros. Yo sólo puedo insistir en que se trata de una película que supera largamente el indigenismo paternalista y condescendiente de Kukuli o de los filmes de Claudia Llosa, para integrar de manera evidente una tradición de cine indígena que apuesta por una verdadera autorrepresentación y una agencia genuina en el contexto peruano e internacional. Conviene, como diría el Inca Garcilaso, “guardarla en el corazón”.
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