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"Anora" (2024): sexo, fábula y fantasía

La más reciente cinta de Sean Baker ganó el Premio Óscar a mejor película y su protagonista, Mikey Madison, fue premiada como mejor actriz. Baker se llevó los galardones de mejor director y mejor edición. ¿Qué nos cuenta esta película sobre los sueños y anhelos de una trabajadora sexual?



Por Gustavo Vegas Aguinaga                                         CRÍTICA / CARTELERA COMERCIAL

“Anora” (2024). Fuente: IMDB
“Anora” (2024). Fuente: IMDB

Ese sueño absurdo de una mejor vida (quizá sin merecerla) que trabajaba Sean Baker en la genial Red Rocket (2021) a través de Mikey (Simon Rex) acá en Anora da el salto a la gran ciudad llena de lujos y excesos. Desde el inicio somos advertidos de que hay un escalamiento (tanto de la trama como de la posición social de la protagonista) y que más dura será la caída, pero somos jóvenes, Anora es joven y la vida es dura con quienes sueñan. Esta otra Mikey construye un gran personaje, hábil y aferrado a ese sueño de papel que acaba de dibujar, pero la vida es así de cruel. Baker crea otra historia tan falsa como real donde pareciera elaborar un retrato social actual y le coloca los tacones altos y el glitter a una jovencita que, como el Simon Rex de Red Rocket, entre sexo y sueños, crea su propia aventura para intentar escapar de sí y de todo.


Anora es una reversión del cuento de Cenicienta en tiempos donde se han cruzado las barreras del lenguaje, la tecnología, y solo queda derribar las que dividen la realidad de la fantasía. Sentada en ese muro ahí está “Ani” y pareciera que nada puede bajarla. La película misma se encarga de prepararle el asiento, con escenas que advierten (casi con guiños) el destino que le espera: los falsos fuegos artificiales de Las Vegas (¿lo que pasó ahí se quedó ahí?), los celos de la amiga bailarina y los oídos sordos de Anora; todo trabaja en función del espectáculo que veremos: el verdadero show no son los bailes eróticos ni el sexo, sino el viaje de Anora por esta vida de ensueño, como una fábula, para que su carruaje se convierta de golpe en calabaza.


El lado fabulesco de la película se muestra cuando toca los terrenos de lo didáctico. Antes de ahondar en ello, debo aclarar que la simpleza narrativa de la película es un mérito: no tiene florituras ni filigranas, no tiene excesos y en este sentido, no hay desperdicio. Sobre la fábula: lo didáctico se exhibe en las caracterizaciones de Anora (simpática, soñadora, clase baja, víctima; buena) e Iván (inmaduro, derrochador, clase alta, victimario; malo); su tratamiento de grandes temáticas como la mentira, la codicia, el abuso, etc. Claro que, si hablamos de fábulas, resuena mucho la historia de “La lechera y su cántaro” con la de Anora. No obstante, esta fantasía de Ani responde a la necesidad de escape, de escalar socialmente. Allí es donde triunfa más la película, pues ahonda en su propia superficie y ofrece algo más sustancial: la presencia ineludible del capitalismo.


Me perdonarán las distancias, pero en las secuencias iniciales del trabajo sexual de Anora hay ecos de ese trabajo mecánico de Tiempos modernos (1936) de Chaplin y de La chica de la fábrica de fósforos (1990) de Kaurismäki en tanto la chica del strip club atiende a cliente tras cliente a un ritmo constante (que nos hace entender fácilmente la edición del mismo Baker) y no hay mayor vida ni futuro fuera de eso. Cuando entra Iván (Mark Eydelshteyn) a la historia se evidencian los roles mencionados arriba (pobre vs rico) a medida que empiezan las transacciones. Hay una cosificación mutua donde Iván ve a Anora solamente como objeto sexual, su única dimensión es el placer, mientras que Anora ve a Iván como una máquina de imprimir billetes. No hay afectos de por medio, solo intereses individualistas que cimientan una unión falsa (de allí a que Baker haya querido representar la sociedad norteamericana con un simbolismo pictórico al colocar los colores de su bandera en múltiples encuadres).

"Anora" (2024). Entertainment Weekly
"Anora" (2024). Entertainment Weekly

De allí que todo se empiece a derrumbar cuando el dinero amenaza con irse a través de la intervención de los padres rusos de Iván. El capitalismo a ultranza no admite que una trabajadora sexual (énfasis en “trabajadora”) esté al mismo nivel -comparta vida con- un millonario. Esa es una barrera que la protagonista no puede derribar y da pie a que albergue en sí tanta fantasía (solo en la ficción es permitida esta transgresión al sistema), que intente comprar su sueño con sexo y demás. Los ricos son ricos, los pobres, pobres, y la vida continúa. No hay forma, entonces, de escapar de tal sistema. Las clases dominantes podrán aprovecharse de los segundos, usarlos a su gusto y salir libres de polvo y paja (¿?).


Las únicas veces que Anora está encima de Iván es durante el sexo, pues por lo demás siempre es al revés y lo evidencia perfectamente la escena de la escalera del avión, donde la brillantina de la fábula se esfuma, la niebla del sueño de Anora se disipa y todo cae. Él está arriba de la escalera; ella, abajo. A su lado; es decir, a su mismo nivel, el buen Igor (Yura Borisov), un blocking donde Baker hornea la escena final. La presencia inútil de Iván es casi aleccionadora para una Anora que lo veía inicialmente como una oportunidad para escapar de una vida rodeada de entrepiernas masculinas. Anora lo ve con ojos de billete, pero conforme su trato escala a mayores ella cree haberse convertido en otra mujer, propiamente dicho, en “Ani”. Y es Igor quien logra ver a la verdadera Anora a través de esta máscara/personaje, por lo que revaloriza su nombre original. En otras palabras, Igor es capaz de penetrar en la carcasa que ella se ha puesto para no quebrarse ante la clara fragilidad de su sueño. Para su mala suerte, esa burbuja se desvanece y tal como Iván, no dura mucho por más que intente.


Esta otra fábula quiere escapar de la moraleja, que es la película misma (y la “caída” de Anora, como si una oveja hubiese confiado en un lobo), pero no lo logra del todo. La transformación final de Anora es tan sólida como su matrimonio y revela el verdadero temor que ella guarda de volver a esa vida llena de sexo, baile y neón que en el fondo es apagada, monótona y gris (un buen contraste hecho por Baker). Si pareciera que Anora no cambia es porque, en efecto, no lo hace. Solamente deja caer el disfraz de esposa millonaria y acepta que ha de regresar por donde vino, a su estado inicial.


Cuando en el inicio Anora en casa y se le presenta la gran chance de relacionarse con Iván y esa otra vida aparece el tren atrás: hay una oportunidad. Ella se sube a ese viaje. Cuando llegamos al final están los rieles vacíos. Ya no hay tren. Ya se le fue. Solo existe una sensación helada de vacío que ni el corto calor de tener sexo en un carro puede remediar y escuchamos los parabrisas que intentan inútilmente contener la nieve como ella su llanto. La escena final golpea muy hondo, pero es solo la cereza en la torta podrida que deja un sabor a simple realidad: no hay príncipes, no hay hadas madrinas, no hay bailes de la realeza, y sin embargo lo intentamos, nos aferramos a la fantasía.



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