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28 FCL: “Kinra” (2023), entre la ida y la vuelta a casa

Con una mirada austera y naturalista, el cusqueño Marco Panatonic ofrece en Kinra una visión sobre la migración a la ciudad y el regreso a las costumbres.


Por Alberto Ríos                                                    FESTIVALES / FESTIVAL DE CINE DE LIMA


La migración del campo a la ciudad ha sido tratada en diversas ocasiones en el cine peruano. Como ejemplos están Gregorio, Paraíso, Manco Cápac, entre muchas otras obras. Kinra ópera prima del cusqueño Marco Panatonic, cinta ganadora del Festival de Cine Mar del Plata, aborda esta temática con una mirada sumamente naturalista, austera y directa, pero al mismo tiempo logra reflejar una cosmovisión.


La película nos presenta a Atoqcha, un joven andino que está buscando su futuro en Cusco, ciudad próxima al pequeño poblado de Kinra donde creció. Él decide visitar a su madre que aún vive sola en el campo. Conversan mientras trabajan la chacra, su madre se queja que ya no la visitan ni él ni su hermana, también se da cuenta que su hijo ya no piensa regresar. Meses después Atoqcha y su hermana regresan para visitar la tumba de su madre, que fue enterrada junto a la misma casa. Cada uno decidirá seguir su camino en la ciudad, lejos de su pueblo natal.


La primera escena de Kinra nos habla del conflicto central de la película. Mientras está escondido bajo las sábanas de su cama, Atoqcha (Raúl Challa) escucha una discusión entre su padre (siempre en fuera de campo, ausente) con su madre. El acusa a su hijo de vago, de no querer estudiar ni trabajar. Ella lo defiende, haciendo lo propio con su modo de vida. Es a partir de allí que el protagonista decide emprender su camino hacia el Cusco, la ciudad y el progreso. Alejándose de su madre y su origen. Y es que el viaje del protagonista no es solamente exterior, dentro de él se debate el amor por su tierra y la búsqueda del progreso que es también buscar la aceptación del padre ausente. Así, decide alejarse de Kinra, su tierra natal, pero también del seno materno.


Al mismo estilo que Wiñaypacha (que bebe de directores como Yasujiro Ozu), Panatonic utiliza una cámara fija, inmóvil como un fresco o un retablo. Habitualmente encuadra en planos abiertos para mostrarnos con una mirada naturalista la vida en el ande de sus protagonistas. El tiempo se dilata dentro de los encuadres de Kinra. Vemos a madre e hijo cultivando las papas, conversando en la pequeña cocina de su casa o realizando un ritual a los apus. Son ellos quienes se mueven dentro del encuadre. La cámara básicamente solo registra sus acciones.

De cierta manera lo que el cusqueño refleja no es una historia, sino un modo de vida, un documento de una idiosincrasia y una forma de ver el mundo. Es allí donde Panatonic se diferencia de otros directores recientes del llamado cine andino y decide no centrarse en el preciosismo y regodeo de la naturaleza, sino dar una puesta en escena minimalista y austera, centrada únicamente en sus personajes. Pero no por eso los planos de la cinta carecen de belleza, de hecho, tiene un poder único, casi ritual sin ser impostados.


Una vez en la ciudad, Atoqcha se enfrentará a una serie de trámites burocráticos, la búsqueda de trabajo (precario en muchas ocasiones), el esfuerzo por ingresar a la universidad y el “subvivir” una ciudad como Cusco. Pero es allí donde aparece otro de los méritos de la película. El director no tiene una mirada paternalista de su personaje, tampoco una de denuncia sobre su situación ni busca una reflexión sobre las distancias entre la modernidad de la urbe y el tradicionalismo del campo. Solo seguimos a Atoqcha en su búsqueda de “existir y ser alguien”: conseguir su partida de nacimiento, corregir el apellido de su madre en los registros públicos, lograr tener una carrera y un trabajo que le den dinero. Pero en ese estar en la ciudad descubrirá que tal vez la urbe no es el lugar soñado que tanto anhelaba.


Los pocos travellings que se nos presentan nos permiten acompañar y seguir al protagonista en los momentos trascendentales de su viaje: su ida y regreso a casa. Siempre siguiéndolo, de espaldas a la cámara, lo vemos pasar ese “umbral” que separa ambos modos de vida. Es finalmente, de regreso en el campo, dónde Atoqcha reconecta con su herencia, con un modo de vida netamente suyo, personal e intransferible. Sentado frente a la tumba de su madre logra hacer las paces con ella y su legado. Panatonic ofrece una declaración de principios y de resistencia tanto de una forma de hacer cine como de una cultura muchas veces ignorada y vilipendiada. Sumamente notable.




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