La reciente película de Miguel Gomes es una travesía cinematográfica que fusiona la ficción con el documental, llevándonos por los paisajes de Asia oriental entre pasado y presente.
Por Alberto Ríos FESTIVALES / FESTIVAL DE CINE DE LIMA
Los festivales de cine pueden dar cabida a películas que podrían no tener la posibilidad de espacio en la cartelera comercial. Es así que se pudo ver en salas limeñas Grand Tour, la más reciente película del realizador portugués Miguel Gomes. La cinta, que ganó el premio de Mejor Director en el más reciente Festival de Cine de Cannes, nos permite adentrarnos en un viaje por los diversos parajes de Asia oriental, tanto del pasado como del presente.
Edward Abbot (Gonçalo Waddington) es un funcionario del gobierno británico que en 1918 arriba a Birmania. Él, debido a su miedo al compromiso, decide huir de su prometida de más de siete años Molly Singleton (Crista Alfaiate). Al enterarse de su llegada desde Gran Bretaña, él iniciará un largo recorrido por los diversos países del continente asiático. Singapur, Vietnam, Filipinas, Japón o China son algunos de los lugares que el burócrata visitará. Molly decidirá seguir sus pasos para poder, finalmente, casarse.
De la misma manera que en Tabú, Gomes nos presenta aquí una película sumamente estilística con el entorno como su protagonista principal. Filmada en blanco, este “tour” es un viaje más narrado que mostrado. A medida que Edward va pisando nuevos países, escucharemos a diversos narradores que nos cuentan su historia siempre en el idioma local. Muchas veces lo que escuchamos no tiene mucho que ver con lo mostrado.
El director intercala las escenas de nuestros protagonistas en un pasado colonial, filmadas en estudio, con diversas imágenes del Asia actual: ferias de atracciones, marionetas y sombras chinescas, personas en moto en calles abarrotadas, juegos en una aldea, un coliseo de gallos o una urbe llena de tecnología nos serán presentadas. Sobre estas escenas, siempre escucharemos la historia de Edward y Molly. Parece haber una contraposición entre el pasado contado y el presente visualizado. La ficción se mezcla con el realismo documental, y, gracias al anacronismo, el pasado y el presente del continente se superponen y dialogan entre sí. Tal vez pueda haber cierta visión orientalista en su cine, pero no llega a haber un regodeo en lo exótico, pero sí cierta fascinación.
Gomes tiene, además, y esto es algo que ya se vio en sus anteriores trabajos, un gusto por reflejar motivos visuales propios del cine mudo, pero al mismo tiempo un lirismo visual sumamente experimental que atrapa al espectador y hace que la historia de la pareja pase a un segundo plano. Al final lo que importa es el viaje, tanto el de Gomes en el presente con su cámara, como el gran tour de nuestros protagonistas siempre imaginado, narrado y resignificado a través de la narración y las imágenes que vemos.
Cada uno de los protagonistas, Edward y Molly, nos será presentado en una mitad de la película. Su relación y compromiso (o su ruptura) son el motivo principal que los mueve, aunque nunca los llegamos a ver juntos en escenas. La primera parte se centra en Edward, mientras que la segunda se dedica enteramente a Molly. Son las dos mitades de una misma historia, de viajes confrontados, opuestos pero iguales. Esto ya es algo usual en el cine de Gomes, uno de miradas contrastadas. En sí ese es el centro de este viaje, el de perderse en un laberinto de oposiciones, de imágenes y sonidos, de historias dentro de historias y momentos de ensueño que solo pueden acabar en tragedia.
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